Lo que identificaba a simple vista una taberna madrileña era su aspecto exterior. Solía tener puertas de madera pintada del color del vino tinto y un letrero de madera o de vidrio pintado en el que se anunciaba el nombre del tabernero y el número de la calle.
Los locales no eran muy grandes, por lo que las mesas -de madera en un principio- solían ser redondas y pequeñas. Para sentarse se empleaban taburetes o bancas. Ya en el siglo XIX se empiezan a ver los veladores de mármol con patas de forja.

En el otro lado del mostrador estaba el medidor, un hombre al que se le identificaba por llevar siempre las mismas prendas: camisa blanca remangada, blusón de color gris y mandil de rayas horizontales verdes y negras. Era el encargado de servir los vinos y lo hacía con la habilidad de quien lleva haciéndolo muchos años. Si la taberna tenía mesas y terrazas, eran los mozos quienes se encargaban de ellas.
Hasta el S. XIX las tabernas solían gozar de una decoración sobria: columnas de hierro fundido, zócalos de madera o azulejos con estantes para apoyar los vasos, anaqueles repletos de botellas y una caja registradora. A finales del S. XIX empiezan a predominar los adornos taurinos y años después los iconos futbolísticos.
Pero sin duda, el alma de una taberna es quien la regenta. El tabernero castizo conocía su oficio al dedillo, porque lo más normal era que lo hubiera heredado de sus padres. Por desgracia, quedan pocos que manejen con destreza esta ocupación.
Más información en “Tabernas y tapas en Madrid. Guía de tabernas madrileñas con historia”, de Carlos Osorio.
Las tabernas constituyen uno de los mayores atractivos de Madrid: un lugar donde compartir vinos y cervezas, degustar las más sabrosas tapas, todo ello siempre acompañado de amigos con los que disfrutar de placeres tan sencillos como la comida y la bebida. Abundan en Madrid las tabernas tradicionales, a pesar del peso de la modernidad
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