A sólo tres años de celebrarse el centenario de la Gran Vía, la paralización de las obras de recuperación de uno de sus mejores y más significativos edificios como es el Palacio de la Música, y el anuncio de que pueda verse convertido su mítico interior en una macrotienda de moda, pone de manifiesto la inconsistencia de los actos que se celebraron en 2010 y la inutilidad del dinero que se invirtió en exposiciones, publicaciones y homenajes en los que estuvieron presentes autoridades como el entonces alcalde Alberto Ruiz Gallardón e incluso los propios reyes de España.
La aberración monstruosa –no tengo por qué ahorrar calificativos que más bien se quedan cortos- que supone destruir esa espléndida sala de espectáculos culturales, delata con claridad que nos gobiernan regímenes corruptos, y ni siquiera hablo de papeles, sobres y otras cuestiones que deberán dilucidar los tribunales competentes en la materia, sino de la corrupción mental de una clase política que ha ido perdiendo los valores que deben regir la función pública, entre ellos el de la defensa de los bienes comunes y el de la cultura como motor de la sensibilidad y el pensamiento crítico, frente a la voracidad del mercado y la sumisión consumista.
Pretender que la destrucción del espacio interior del Palacio de la Música es la manera de conservarlo, admitiendo que una sala perfectamente diseñada por Secundino Zuazo con las pendientes óptimas del patio de butacas, anfiteatro y palcos para cumplir las líneas isópticas de percepción, es lo mismo que una tienda con sus escaleras mecánicas y forjados horizontales llenos de maniquís, percheros y reclamos gráficos - por más que se conserven algunos ornamentos de paredes y techos a modo de residuos desubicados y privados de sentido, incluso perceptivo- indica el grado de exigüidad mental –o de absoluto cinismo- de los ediles y gestores culturales del municipio que dieron el visto bueno a la masacre de este edificio histórico, aseverando con suficiencia que hay que adaptarse a los nuevos tiempos y dejarse de posturas románticas.
Para ellos es lo mismo comprar fruslerías con las que alimentar ese ego consumista que la publicidad ceba machaconamente a todas horas del día, que el deleite de un concierto único o el impacto de una película memorable, dos formas de Arte que aún no se han contaminado de la banalidad infracultural de lo que sólo es negocio masivo, por más que se quiera revestir con el aparente envoltorio de los profesionales del grafismo y el diseño.
Ni la crisis ni los cínicos pretextos de ahorrar dinero al contribuyente pueden justificar este atropello a la historia, el arte y la cultura de Madrid, que todos sabemos además se debe a problemas financieros delincuentes y a gestores públicos que actúan como compañeros de viaje de los malhechores, y ejecutores del expolio de los bienes públicos. La amenaza sobre el Palacio de la Música es un paradigma, y si los organismos públicos específicos que deberían salvarlo: las direcciones generales de patrimonio histórico y cultural, se inhiben ante este caso, habrán completado un retrato-robot para la Historia, que plasmará la trayectoria de la decadencia de este país hacia el fachadismo en su más amplio sentido de cáscara huera y sin fruto alguno en su interior.